HUESCA
Fin de semana - 16km - Dificultad media

7, 8 y 9 de Octubre 2017


 

CRÓNICA



¡Qué decir de tanto vértigo como el que vivimos! Ya han pasado unos días cuando me pongo a escribir sobre ello, ¿se me habrá olvidado algún detalle?... ¡Imposible olvidar! Uno no acostumbra tales emociones a diario, por ello queda empapado por ellas de forma indeleble, y a posteriori, plasma sus recuerdos de la mejor manera que puede y ajustado a verdad sin demasiado esfuerzo retrospectivo. Pues eso, que ahí va la vertiginosa historia de un fin de semana de mucha verticalidad.

Obviaré la anécdota del congojo a la hora de la recomendada parada de descanso tras más de dos horas al volante; parar en una Cataluña de apariencia convulsa y de interior, nos tenía un tanto incómodos a todos, más cuando el GPS se obstinaba en adentrarnos en «territorio hostil». Pero no tuvimos más opción, el cansancio hacía mella. —¡En la próxima gasolinera paramos, y punto! Quiso la fortuna que ésta estuviese tras una señal verde de carretera que nos daba la bienvenida a Aragón. Suspiramos, reímos y nos aliviamos, bebiendo, desbebiendo y volviendo a circular para reingresar nuevamente en una afable Cataluña en francés, portugués y catalán… Bueno, pues ya está, obviado el asunto. Vamos a otra cosa.

El siguiente lance de esta aventura, ya entrada la noche, hubo que vivirlo adentrándonos 15 kilómetros por pista forestal desde Viacamp hasta el albergue de montaña de Montfalcó. Resumen: Búho, conejo, baches, más baches, nocturnidad, precipicios intuidos, bajos del coche que tocan suelo, nervios que afloran; ningún vehículo de cara —menos mal—, y ya por fin, parada y fonda en un albergue colmado de gente y rutilantes estrellas en el cielo. Laura nos enseñó de ellas ¡y parecía entender! Antes, todos, en lo que fuera bodega, nos pusimos a cenar. Después, de bodega y astros, nos fuimos a dormir, quien más quien menos, lo consiguió.

Al amanecer del día primero, a Canelles, el embalse, había que imaginarlo allá abajo, porque entre él y nosotros se interpuso un manto de nubes bajas que lo cubría por completo dándonos a nosotros la sensación de sobrevolarlo. Dejando esa sensación, comenzamos con otras devenidas del comienzo del camino, hacia las primeras escaleras engarzadas en la verticalidad de la roca. No tengo mil palabras que valgan una sola imagen de lo que allí vimos, así que no intentaré descripción pormenorizada alguna, baste nombrar tres elementos y sus vástagos. Elementos: madera, acero, piedra. Sus vástagos: Escalones —traviesas, muchas, sujetas en la roca y que no ceden un ápice a nuestro paso, tampoco crujen—. Puentes —acerados, altaneros; aún más por el bajo nivel del embalse. Se balancean, alguna senderista se atora antes de atreverse a cruzarlos. En total serán un par, que caminados dos veces, sumarán cuatro pasadas—. Fajas —Artificiales y escavadas en la roca para devolver a lugareños y foráneos un camino que engulló el agua del embalse cuando éste quedó concluso. Abismo a un lado, cable salvavidas o quitamiedos, al otro. Apartaderos de ensueño, como atalayas desde donde escudriñar la estrechura donde se encajan. Visión pirenaica al fondo—. Y así, después de sorteados por vez primera estos ingenios del hombre, llegamos a la mitad de nuestro recorrido para reponer fuerza y volver por donde hemos venido…

La vuelta «será igual pero diferente» pues tanto subibaja va pasando factura, el extraño calor de este octubre también nos apretará con ganas. Las escaleras, ahora se bajan; parece que son otras, el vértigo, esta vez sí, se hace de notar, la fuerza de la gravedad juega en tu contra, te empuja hacia abajo. Todo te llama hacia abajo, tan solo un fino cable te tranquiliza si te agarras a él con ganas y miras bien donde pisas… Hemos pisado bien, no hay duda, pues estamos frente al refugio que nos vio partir a la mañana; hemos llegado, cansados, pero íntegros. Una cerveza nos recompone, la ducha reconforta, cenar nos recupera y otro estrellado cielo nos da las buenas noches.

Al amanecer del día segundo, nos espera Alquezar, pero antes saldamos cuentas con el casero y con la pista que a la noche de la llegada nos imaginamos rodeada de belleza. Ahora ya no hay que imaginar, simplemente ver y cerciorarse de que, ciertamente, escondía belleza. Los baches siguen en su sitio, también las estrecheces durante algún tramo, esta vez sí nos cruzamos con otros vehículos; les toca a ellos la parte expuesta. Cuando llegamos al contacto del asfalto, nuestros traseros no dan crédito, los amortiguadores sí. Con el Rumbo puesto dirección Alquezar, volvemos a pasar por algún desfiladero, esta vez sobre cuatro ruedas… Y al poco, como escondida en la montaña, mimetizada en su color pétreo, aparece la bonita población.

Oficina de turismo, café mañanero para despejarnos del todo, y rumbo hacia la versión corta de las «Pasarelas del Vero», tan corta que a alguna le da por vestir de domingo, o casi, y cambia mochila por bolsito, botas por botines. No seré yo quien diga su nombre, otra cosa serán las fotos, que hablan por sí mismas aún sin preguntarles, son cotillas por naturaleza, son delatoras, está en su genética…

Acaba la bonita, excitante y recomendable ruta, hemos llegado a destino. Fotografiamos Alquezar, sus rincones; visitamos sus hornos en busca de los recomendados «dobladillos», nos cargamos de ellos y ponemos rumbo a «La Cocineta» donde nos «darán» bien de comer, y donde daremos, nosotros, por concluida, nuestra estancia en Aragón, en Huesca. Nos llevamos la tripa llena y un magnífico recuerdo de todo lo vivido, de esa tierra, de lo compartido entre nosotros… y lo traemos hasta aquí, hasta nuestra casa, hasta estas líneas que acaban ya, sin haber contado más que por encima lo que fue esta vertiginosa aventura.

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